El martes 19 de septiembre de 2017, a las 10:59 de la mañana
nos encontrábamos terminando una junta de trabajo; todavía bromeamos sobre la
sorprendente puntualidad del fin de la junta para acudir y ser parte del
simulacro que conmemora el terremoto que nos sacudió hace 32 años.
Una hora y catorce minutos después, ya frente a la
computadora, revisando correos sentí que la tierra se movió; la alarma no sonó.
“Está temblando” decíamos mientras salíamos de la vieja casona coyoacana donde
trabajamos más de 50 personas; el orden prevalecía, hasta que el piso se nos
movió y casi terminamos rodando por las escaleras; el movimiento, ahora lo
recuerdo, me causó un miedo que nunca había experimentado pero yo no temblaba,
intentaba apoyar a mis colegas, a la fecha no recuerdo qué hice para ayudarlos.
Los autos se mecían sobre sus ruedas y el piso nos sacudía con violencia.
Mientras bajaba las escaleras envié un mensaje al grupo de whatsapp de “Familia”,
solo puse “todo bien”. Me puse a localizar a mi hijo y a su mamá –que dejó su
celular en la sala de su casa– como loco y con unas ansias de muerte esperaba
el mensaje: “estamos bien”, que llegó casi una hora después… o no sé cuánto
tiempo.
“Se sintió horrible… te quiero abrazar”, apareció un mensaje
en mi teléfono como si del otro lado, a pocos kilómetros, me leyeran la mente;
no traía a mi caballito de aluminio por una lesión en la rodilla que,
supuestamente, me prohibía rodar por un mes. Mi corcel estaba en la colonia
Roma y yo en Coyoacán; intenté llegar con unos compañeros de trabajo que iban a
la zona en auto, imposible. Caminé un buen tramo hasta llegar a ese abrazo, ese
primer abrazo en el que, de pronto, como otro temblor, todo volvió a sacudirse,
aún pensaba en mí y los míos, todos estaban bien. Me despedí y seguí caminando
hasta la esquina de Gabriel Mancera y Xola. Gritos, gente corriendo, me
acerqué. Donde antes había una calle, ahora sólo había piedras y donde antes
había un edificio ahora solo un montón de escombros en los que se revolvían
ladrillos con ollas exprés, con calzones de hombre, con copias de una IFE, con
lo que parecía una persiana.
De la oficina salí con cámara en mano, “voy a documentar”
pensé. Al ver la destrucción no pude disparar una sola foto, guardé la cámara y
corrí, escalé y empecé a ayudar a otras personas que, como yo, la imagen nos
movía mucho más que cualquier temblor. Comenzamos a quitar piedras, no había
herramientas ni nada más que manos, pocas aun. De pronto, clarito se escuchó “Aquí
estamos, ayuda por favor”. Mi cuerpo se paralizó, no sabía qué hacer, qué
decir, la piedra más pequeña me pesaba toneladas. Un señor le decía a la pila
de escombros “no te preocupes, mi reina, vamos por ti, ahorita te sacamos,
aguanta”. Logré levantar la vista y ver que ya no éramos los poquitos del
principio y que empezaban a llegar picos, palas, mazos, cubetas y más gente;
cubrebocas y agua, aun ninguna autoridad. Me salí de la “zona cero”, mi cuerpo
no me hacía caso, tenía ganas de llorar de frustración pero no podía; me calmé
un poco ya afuera de la zona de desastre y logré tirar no más de 10 fotos.
Volví a pensar en que necesitaba mi bici. Emprendí camino por Gabriel Mancera
rumbo a la Roma para recuperarla y ayudar más.
Encontré a un amigo que llevaba su bici, él iba a apoyar y
tomé su bici para ir por la mía; llegué a la Roma donde ayudé a mi mecánico a
dejar a mi querido caballito de aluminio en perfectas condiciones y regresé a
dejar la bici de mi amigo.
A las 10pm llegué a casa, abrumado, no entendía qué estaba
pasando; me quité la ropa y me metí a la cama; estaba intranquilo, desesperado,
con una sensación de inutilidad que me devastaba; me vestí, calcé botas, chaleco
reflejante y casco, agarré mi bici y la bajé tres pisos para subirme y rodar,
no sabía a dónde; quería hacer todo: sacar gente, remover escombros, llevar
víveres, entregar comida, agilizar el tránsito, descargar las donaciones que
empezaba a llevar la gente; terminé en la Cruz Roja de Polanco donde me
encontré a otros ciclistas. Los voluntarios nos cargaron, nos mandaron al
albergue en Plan Sexenal y a entregar enlatados a la colonia Del Valle.
De ahí empezamos a llevar víveres de los centros de acopio
en zonas seguras a las zonas de desastre; entregábamos directo a voluntarios y
brigadistas, ida y vuelta por diversas zonas hasta que nos pidieron abastecer
el centro de acopio en Alberca Olímpica, hasta donde fuimos. De ahí, ya
agotados, decidimos regresar a casa. Decidimos acompañarnos hasta el Ángel de
la Independencia, pero se nos volvió a atravesar el edificio caído en las
calles de Edimburgo y Escocia. Sin dudarlo fuimos a ayudar, pero las brigadas
ya estaban mucho más organizadas y nuestra ayuda sería requerida hasta dos o
tres horas después, el cansancio era visible y decidimos continuar hacia
nuestros hogares.
Llegué a las 7am exhausto y caí en cama, no pensé, no soñé,
sólo dormí. Yo, que podría dormir más de 12 horas sin ningún problema, sólo
pude dormir tres. Me levanté como resorte, desayuné tres huevos, café y un poco
de pan, me bañé, me vestí y volví a salir; me topaba con contingentes ciclistas
y me junté con varios, empezamos a llevar víveres a diferentes zonas, a apoyar
a los automovilistas atascados en el tráfico a que sus donaciones llegaran lo
más pronto posible. No recuerdo bien ese día; sólo que no paré de rodar,
descansé un poco y cargué mi teléfono en no recuerdo dónde ni con quiénes. ¡Qué difícil es escribir cuando tu cuerpo tiembla seis días después! Creí
que estaba listo para escribir, para sacarlo todo. Quizá no es el momento.
Lo publico para no olvidar, para que nunca me vuelva a ganar la "normalidad", el egoísmo, el individualismo. Para recordar lo que siento en estos momentos y saber que está de la chingada.